Caminaba lentamente, paso acompasado, mirada huidiza, oscura.
Con gesto cansino, repetido tantas veces, levantó la cabeza y miró, y vio.
Sus ojos se abrieron como la cueva de los secretos al grito de "ábrete sésamo". Estaba ahí, delante de él, serena, mirándole directamente, desafiante.
Apenas alcanzó a distinguir su indumentaria; un ligero traspiés de su acompañante la arrojó sobre sus sorprendidos brazos. Su boca se clavó sobre sus babeantes labios.
Sintió un largo y dulce beso, profundo.
Pero, rápidamente, fue interrumpido por los portadores del maniquí:
¡Perdón señor!
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